Al parecer, este año entrará la primavera el día 19 de marzo a las 23 horas, 48 minutos, en el hemisferio Norte. Los cálculos astronómicos dan matemáticamente cuenta de unas sensaciones que han tenido los habitantes de estas latitudes desde la época histórica. El cambio de estación, con su acompañamiento de la floración de los vegetales, especialmente los alimenticios, apareció en los primeros escritos artísticos, en Homero y en las grandes narraciones atribuidas a su genio. Despojado de su poesía originaria, la estación germinativa fue celebrada por esos primeros autores porque ellos vivieron en Grecia, región mediterránea donde el clima favoreció un precoz desarrollo de la civilización. Aristóteles, Platón -por citar sólo a los gigantes del pensamiento- reflexionaron sobre el hecho de que la «templanza» (sophrosyné), era la explicación no sólo de las magníficas condiciones físicas de aquel país, sino del carácter equilibrado y creativo de sus habitantes. El Mediterráneo, después de la última glaciación, ecológicamente fue el lugar donde la raza humana encontró ventajas superiores para desarrollarse después de la «revolución neolítica», etapa en la que el hombre (probablemente fueron las mujeres) «inventó» cosas tan especiales como la agricultura, vivir en sitios fijos, la escritura, la jerarquización social, la dominación de unos hombres sobre otros, etc. Pasar de cazadores y recolectores itinerantes, a cultivadores y ganaderos sedentarios, fue un tránsito capital, pero los griegos -o los chinos, favorecidos por un clima equivalente- llegaron a un estadio único: el primer clasicismo, es decir, un modelo de civilización ejemplar.
Ayer se clausuró en el Museo del Prado, una exposición sobre las esculturas griegas (y romanas, las primeras en copiar su estilo). Contemplando su belleza, y lo que moralmente significaron, podemos recordar lo que Alexander Koiré o Herbert Butterfield, dos estudiosos de la ciencia antigua, dijeron: los griegos antiguos llegaron a un nivel de civilización que Europa sólo volvió a lograr con la revolución industrial de fines del siglo dieciocho. Si no lograron difundir sus conquistas intelectuales y materiales, fue a causa de que sus conocimientos matemáticos no avanzaron paralelamente: los griegos, como los romanos, estaban presos dentro del sistema numeral no-posicional, para entendernos, sus cálculos se hacían con los números romanos. Desconocían el concepto del «cero como entero positivo». Una de las consecuencias de ese desconocimiento, por ejemplo, es que el tiempo, los años, los siglos, empezaron a contarse con el «año Uno», y no, con el «año Cero», ya que tal computo no era lógico ni posible para los inventores del calendario cristiano. Lo que tenían difícil era expresar matemáticamente lo que había entre el «cero» y el «uno»: no sabían dar forma a las fracciones menores de la unidad. El año diez, era definido por el signo X, cuando después, con la numeración posicional, se expresaría con el 1 y el 0. Las matemáticas de los griegos clásicos eran incapaces de formular cantidades infinitamente grandes, o infinitamente pequeñas. Les ocurría otro tanto a los chinos. Los que descubrieron la idea del «cero como entero positivo» fueron los indios (de Asia), pero entre ellos tuvo una utilidad filosófica, sin aplicación a la técnica, a la economía, o a la estadística (la ciencia de los Estados). Durante siglos, los europeos siguieron limitados por el saber de los griegos clásicos. Algo cambió con el comercio, con los viajes, con la globalización de los mercaderes de las ciudades italianas: Leonardo de Pisa (c.1170-1250), conocido como Fibonacci, descubrió en sus periplos mercantiles esa noción (utilizada por los árabes), y con su talento para los números, cambió radicalmente los fundamentos de las matemáticas. Tardó tiempo en suceder: podemos ver en el Archivo de Simancas la contabilidad de las aduanas del norte de Castilla, ¡y todavía a mediados del siglo dieciséis registraban cantidades con números romanos!
El sistema métrico, consecuencia de aquel descubrimiento, sólo se introdujo, con grandes resistencias, con los gobiernos liberales del siglo diecinueve. Así empezó la vía que condujo a la ciencia moderna, la que será la aportación más sobresaliente de la cultura cristiana europea, pues en todo lo demás, desde el arte a la moral, pasando por la filosofía, los griegos politeístas habían llegado a la perfección mucho antes. Bien es verdad, que fueron los cristianos reformados, los que sacaron las posibilidades contenidas en los escritos del inteligente Fibonacci. Y regresamos a la primavera astronómica: la línea que liga a Leonardo de Pisa con Leonardo da Vinci, conducirá hasta los cálculos y observaciones planetarias de Galileo Galilei. Las estaciones, sus diferencias en las distintas latitudes, y otros poéticos accidentes, fueron encontrando su explicación en las leyes que los científicos iban descubriendo en la naturaleza. Leyes matemáticas, despojadas de poesía, y de causas sobrenaturales. Sin embargo, el ciruelo cubierto de flores blancas que todas las primaveras me asombran por su encanto, me trasladan, por un momento, a las sensaciones intemporales de otros observadores humanos, iguales a nosotros, gozando con la llegada de los días florecidos.
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