sábado, 19 de septiembre de 2009

Detective Newton


Pese a tratarse de uno de los científicos sobre el que más páginas se han escrito, la vida de Isaac Newton (Woolsthorpe, Inglaterra, 1643-1727) es una continua caja de sorpresas. Hace algunos años, la Royal Society encontró un manuscrito que recogía sus investigaciones sobre alquimia, y la prensa se hizo eco de una cuestión que se resiste aún a los expertos: ¿cómo pudo el mismo hombre que revolucionó la física y las matemáticas dedicar la mayor parte de su tiempo a la magia y los estudios bíblicos? Algo parecido le ocurrió a Thomas Levenson mientras se documentaba para una historia de la ciencia contada a través de los instrumentos científicos y musicales. Leyendo una biografía heterodoxa de Newton, este profesor del MIT (Instituto Tecnológico de Massachusetts) encontró el lamento desesperado que un condenado a muerte le escribía al científico con el pie ya en el estribo. "Aquello no encajaba: ¿qué hacía el mejor científico de todos los tiempos carteándose con un criminal?".

Así explica Levenson el origen de su libro Newton and the Counterfeiter (Newton y el falsificador), en el que saca a la luz una faceta desconocida del inventor del cálculo infinitesimal: la carrera detectivesca que, durante tres años, lo enfrentó con William Chaloner, responsable de la mayor red de falsificación de dinero de la historia de Inglaterra. Sucedió durante un período de la vida de Newton al que no se ha prestado suficiente atención, "seguramente porque la literatura se centra en su obra como filósofo natural, y Newton obtuvo muy pocos resultados matemáticos relevantes después de la publicación de los Principios matemáticos de la filosofía natural en 1687", dice Levenson. Sin embargo, en opinión del experto, las ideas de Newton sobre cómo perseguir a un delincuente "son cruciales para entender su método científico", pues revelan "el modo en que su mente organizaba todos los recursos posibles para resolver un problema".

Cambridge, 1695. Newton se recupera del fracaso de las tentativas de transformar en oro los metales que lo habían tenido en vilo cientos de horas febriles desde su entrada en la universidad, 30 años antes. Para los hombres de su generación, se trata todavía del gigante capaz de someter el movimiento de los astros al rigor de las matemáticas, pero los científicos más jóvenes se entretienen enviándole preguntas que tal vez no sepa contestar. Para vencer su depresión, Newton decide un cambio de carrera sorprendente: abandona una vida académica prácticamente sin obligaciones, y se traslada a Londres para ocupar el puesto de guardián de la Casa de la Moneda, en el que no tiene experiencia alguna. Además, su llegada coincide con el momento más difícil de la institución, arruinada por las enormes inversiones que requiere la guerra contra Francia y por la proliferación de falsificadores.

La práctica más común de estos ladornes, conocidos como clippers, consistía en acuñar monedas falsas con el polvo de plata que se había ido limando del borde de las auténticas, sin que la reducción de tamaño fuese perceptible. Aunque el delito estaba penado con la horca, la dificultad de perseguirlo condujo a los responsables de la ceca londinense a una solución extrema: requisar todo el dinero en circulación, fundirlo y acuñar nuevas monedas. Fue en este proceso donde se produjo la primera intervención genial de Newton, que pensó que dibujando estrías en el canto de la nueva divisa se evitarían futuros fraudes; las mismas estrías que presentan hoy los euros. Sin embargo, lo que el científico no sabía es que entre sus cometidos como guardián no sólo estaba el de coordinar esta tarea, que dejaba a medio Londres sin dinero, sino también el de investigar todas las denuncias que se recibían en la Casa de la Moneda.

De este modo, Newton conoció a William Chaloner, un antiguo fabricante de clavos que había aprendido técnicas refinadísimas de falsificación en el continente. Lo que distinguía a Chaloner de los demás clippers no era, sin embargo, su maestría en el manejo de los metales, sino una capacidad teatral innata. Así, la misma persona que de noche acuñaba cientos de monedas falsas, durante el día escribía panfletos contra los falsificadores y representaba su papel de ciudadano honesto ayudando a la Corona a capturar a sus colegas. Si se veía amenazado, recurría a estrategias como denunciar que los robos de planchas los organizaban los propios trabajadores de la Casa de la Moneda. Con este doble juego, que le permitía ganar tiempo, confundir a los investigadores y eliminar a sus adversarios, Chaloner pronto se convirtió en el rey indiscutible del hampa londinense. Pero su caída estaba próxima, pues ni el mejor de los actores conseguiría engañar a Isaac Newton.

"Nada en su carrera anterior había preparado a Newton para el desorden de una investigación criminal", escribe Levenson. La observación del movimiento de los cuerpos podía dar lugar a predicciones matemáticas, e incluso los argumentos teológicos estaban basados en una lectura minuciosa de la Biblia. Pero, ¿cómo encontrar un modo fiable de desenmarañar un sinfín de declaraciones contradictorias? Lo que salvó a Newton, piensa Levenson, es que "nadie era tan bueno como él encadenando causas y efectos hasta que una única conclusión fuese posible". Así lo demuestran los informes recogidos en el entorno de Newton y el falsificador, fruto de un trabajo agotador que permitiría al científico reunir los testimonios necesarios para mandar a Chaloner a la horca en marzo de 1699. De nada sirvió que él siempre se declararse inocente, ni las cartas pidiendo piedad, que firmaba como "su casi asesinado humilde servidor".

Sería lógico esperar de alguien que había llegado a desvelar los secretos del cosmos sentado en una biblioteca que intentara cumplir el sueño que dos siglos más tarde formularía Hércules Poirot: resolver el crimen sin moverse de su habitación. Sin embargo, la actuación de Newton se parece más a la de un detective de novela negra americana. Con una habilidad digna de Philip Marlowe, Newton se infiltró en los bajos fondos londinenses, contrató a ladrones y prostitutas como informantes, y con el dinero de la Corona como arma logró seducir a todo aquel que pudiera ser útil para la investigación. Disfrazado convenientemente, se paseaba por las tabernas de peor reputación e invitaba a los presentes a las rondas de cerveza que fueran necesarias para averiguar una pista clave. "Un comportamiento que sorprende en alguien que tenía fama de misántropo", observa el autor. Finalmente, y gracias a su trabajo científico y en las calles de Londres, Newton llegó a reunir el testimonio de unas veinticinco personas que declararon contra Chaloner. Y éste no se libró de la horca, por más que escribiera al científico reclamando su perdón.

Con estos materiales, Levenson ha escrito un libro entretenido y erudito a partes iguales. Su labor creativa, plasmada antes en Einstein en Berlín y Medida por medida: una historia musical de la ciencia, es esencial para sus clases de Escritura Científica en el MIT, cuenta: "Yo me enfrento a los mismos problemas que preocupan a los alumnos: cómo exponer las ideas científicas de forma comprensible y asegurarse al mismo tiempo de que el resultado es agradable de leer". En el caso de Newton y el falsificador, las complejas explicaciones sobre la economía inglesa de la época se alternan con los cuadros narrativos que presentan a Newton moviéndose por callejones oscuros e interrogando a presos. Tras este viaje por las cárceles del Londres de finales del XVII, el lector termina convencido de que si el genio inglés siguiera vivo no harían falta máquinas para detectar billetes falsos.

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