jueves, 1 de febrero de 2018

El hombre que conocía el infinito

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En días anteriores se tuvo la oportunidad de apreciar la película “El hombre que conocía el infinito”, que relata los aspectos sobresaliente de la vida del matemático indio Srinivasa Ramanujan, de la que hace una reseña interesante el autor Juan Carlos Díez Jayo en su tema “Los inabarcables cuadernos de Ramanujan”, lo que prueba que aún nos falta por descubrir muchas de las leyes matemáticas que rigen el mundo y de que, en mayor o menor grado, la inspiración puede venir de algo que es superior y ajeno a nosotros.
Una mañana de 1913, en Cambridge, el matemático Geofrey Harold Hardy comenzaba el desayuno como todos los días cuando una carta con remitente de la India picó su atención. La carta iniciaba, entre otras cosas, como sigue: “…tengo veintitrés años. No tengo estudios superiores, pero he hecho el bachillerato… dedico mi tiempo libre a las matemáticas. No sigo el método habitual (de) un curso universitario, sino que estoy abriendo mi propio camino… Quería pedirle que repasara los trabajos que le incluyo…”.
Y seguían nueve páginas de fórmulas en apretada letra. Y aunque se sentía tentado a tirar la carta, era matemático, uno de los mejores, y cualquier hoja repleta de números le merecía su respeto. Ya por la tarde, después de una clase y un partido de tenis, de vuelta a casa, se propuso dar una oportunidad a aquella extraña carta. Al profundizar en las ecuaciones, llamó a su colega John Edensor Littlewood para que compartiera el tesoro. Eso podía ser un fraude, salvo por la cuestión de que ese conocimiento de las matemáticas suponía una explicación. 
¿Un simple contable de la India un segundo Newton? Los hombres tendemos a pensar que lo maravilloso no se da en nuestro tiempo. Pero si en aquellos papeles se encontraba uno que otro cálculo erróneo, había en cambio, nada menos que ciento veinte teoremas que superaban la obra de toda la vida de muchos excelentes matemáticos. Pronto, Hardy inició las gestiones para atraerlo a Cambridge mientras le pedía más fórmulas y explicaciones. Sólo después de que la diosa Namagiri se apareció en sueños a la madre de Ramanujan, partió a Europa.
Llegó al Trinity College el 18 de abril de 1914 como un meteoro del firmamento matemático. Hardy vio por primera vez avanzar a ese hombre grueso y falto de gracia natural que únicamente desmentían unos ojos extraordinariamente brillantes, mientras se preguntaba cómo enseñar a un genio autodidacta las fórmulas y ecuaciones que eran el patrimonio de todos los matemáticos del mundo. Cinco años estuvo ahí, mientras se moría, escribiendo mientras despertaba, las soluciones que la diosa Namagiri le susurraba entre sueños, según él.
Por fin recibía honores de aquellos hombres blancos, hasta que tuvo que volver a la India para morir a los 32 años, víctima de una amebiasis. Los tres cuadernos que escribió, una de las hazañas más asombrosas del pensamiento humano, yacen pudriéndose en la Biblioteca de la Universidad de Madrás, en la India. Increíblemente, un fajo de hojas del último año de su vida llamado “El cuaderno perdido de Ramanujan”, apareció polvoriento en unas cajas de cartón en una fecha tan tardía como 1976, con algunos teoremas que revelan la verdadera cara de Dios.

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