viernes, 17 de octubre de 2008

Einstein y Gödel, dos genios en el exilio y algo chiflados


Eran, acaso, las dos mentes más brillantes del siglo, y recalaron ambas, huyendo de los horrores que asolaban la vieja Europa, en las tranquilas y ajardinadas instalaciones de estilo inglés de una de las universidades más prestigiosas del mundo: la de Princeton.
Como buenos vecinos y colegas del Instituto de Estudios Avanzados de la citada institución, el físico Albert Einstein y el matemático Kurt Gödel solían caminar juntos hacia el trabajo y charlaban, nunca mejor dicho, sobre todo lo divino y lo humano. Los dos estaban en la cumbre de sus respectivas especializaciones, pero compartían también un interés innato por la filosofía y querían impulsar su ciencia todavía un paso más allá, quizás hasta desenterrar los misterios mismos del cosmos.
Einstein decía que «Dios no juega a los dados», una afirmación que habrían compartido con entusiasmo otros gigantes de la ciencia como Galileo o Newton, pero que, en pleno siglo XX, significaba que el sabio alemán se había quedado desfasado, incapaz de asimilar la incertidumbre de la Física cuántica, en la que se resistía a creer en contra del paradigma dominante que abrazaban todos sus colegas. Tras deslumbrar al mundo con sus teorías de la relatividad, su aspiración era lograr una nueva teoría unificada que superara las que él consideraba limitaciones de la Física cuántica. Nunca lo lograría.
Gödel no era conocido para el gran público, pero era el equivalente a Einstein en el especializado mundo de la lógica y las matemáticas. Su talento con los números había demostrado, en contra de las ideas de la Escuela de Viena en las que había sido educado, que hay verdades matemáticas de las que la aritmética no puede dar cuenta. En otras, palabras, existen certezas a las que ningún sistema lógico puede llegar sin caer en contradicciones.
Los hallazgos de Gödel no apuntaban a la estructura del universo, sino al modo en que la mente lo interpreta. Como Einstein, también trató de forzar los límites del saber: trabajó en la posibilidad de concebir un pensamiento no simbólico (no basado en palabras ni números) y enunció, siguiendo una tradición del Medievo, un argumento lógico para probar la existencia de Dios.
Los caminos de los dos genios se cruzaron por primera vez en 1933; año difícil, en el que Hitler asciende al poder.
Gödel, al contrario que Einstein, no tenía raigambre judía y no fue directamente perseguido, pero enseguida se haría evidente que los nazis no le iban a dejar tranquilo. Además, nunca había podido sentirse en casa en la convulsa Europa; nacido en Brünn (en la actual República Checa) en 1906, le ocurrió lo que a otros muchos niños de su generación que vivieron la Gran Guerra: se acostó un día, con 12 años, siendo austriaco y se levantó a la mañana siguiente siendo checoslovaco. Y ni siquiera hablaba checo.
Algo parecido le había ocurrido a Einstein, quien juró nunca más volver a Alemania por no sentir que fuera su país. Y fue Einstein, más famoso, más desenvuelto y algo más centrado que su asustadizo y atribulado amigo, quien ayudó a éste a obtener la nacionalidad estadounidense.
Acostumbrado a la inmutable perfección de los teoremas, Gödel se disponía a lanzar un discurso al tribunal que lo examinaba sobre las incongruencias de la Constitución americana. Al parecer, a Gödel le preocupaba que los políticos tuvieran potestad para alterar el texto, quizás hasta desproveerlo de todos sus valores. Pero la presencia de Einstein convenció al juez de que Gödel no era un peligroso activista, sino más bien un genio algo chiflado. Quizás para devolverle el favor, Gödel halló nuevas y sorprendentes soluciones a las ecuaciones de Einstein, de las cuales se derivaba que viajar en el tiempo no es, desde el punto de vista de la Física, imposible.
Tras alcanzar muy jóvenes el estatus de leyenda, Einstein y Gödel dedicaron su madurez a pensar en lo impensable, estrujando sus privilegiados sesos en busca de respuestas que tenían ya poco que ver con la ciencia moderna.
Pero la imagen de los dos sabios paseando por el campus, charlando con aire distraído y la mirada en las nubes, no desentonaba en el Instituto de Estudios Avanzados de Princeton (IAS), donde también coincidieron con John von Newmann, pionero de la informática. Fundado en 1930 por los filántropos Louis Bamberger y Caroline Bamberger Fuld, que habían hecho fortuna con un establecimiento comercial en Nueva Jersey, en el IAS no se imparten programas ni se firman contratos con objetivos concretos.
Sólo llegan los mejores, y son libres de hacer lo que quieran. Fue el caso de Einstein y Gödel. Ambos son aún iconos de la ciencia, pero su labor fue muy distinta a lo que hoy conocemos. Lo suyo no eran la productividad, las oposiciones ni los trienios. Tan sólo aspiraban, como antes que ellos Platón, Pitágoras o Tales de Mileto, a entenderlo todo.

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